Tesla y la trampa de politizar el enchufe

La columna publicada por Michele Miller en The Boston Globe es, más que una defensa de Tesla, una crítica al uso simbólico que hacemos de las tecnologías cuando las reducimos a emblemas ideológicos. Y aunque el texto parte del caso estadounidense, la reflexión resuena también en Europa, donde la electrificación del parque móvil avanza al tiempo que se politiza. Miller compró un Tesla para dejar de quemar gasolina, no para ondear una bandera. Y esa simpleza —evidente en lo técnico, incómoda en lo social— es la que hoy parece necesitar explicación.

Tesla se ha convertido en una marca con una carga cultural que va más allá del coche eléctrico. El giro ideológico de Elon Musk, sus declaraciones y decisiones empresariales, han hecho que parte de la izquierda reniegue de una tecnología que defendió con vehemencia no hace tanto. Mientras, sectores conservadores que antes tachaban los VE de capricho elitista comienzan a verlos con otros ojos. En este cambio de guion, Miller no ve contradicciones en su decisión, sino en el relato que hemos construido a su alrededor.

Y es que no han cambiado ni la eficiencia de los motores, ni la red de Supercargadores —que ahora se abre a otras marcas—, ni la arquitectura eléctrica del Model Y. Lo que ha cambiado es la conversación, y eso parece pesar más que el dato técnico. Si alguien se compra un Tesla hoy, ¿es un “fan de Musk” o un ciudadano que quiere dejar de depender del petróleo? ¿Depende de si lo dice en Twitter o si aparca el coche en un barrio concreto?

En Europa, donde la electrificación es una prioridad política transversal, este tipo de polarización empieza a colarse. En España, los datos de ANFAC muestran que el crecimiento de las matriculaciones de eléctricos en abril (+44% interanual) sigue siendo robusto, pero las diferencias regionales, los mensajes contradictorios desde distintos partidos y el debate sobre las ayudas —Moves III, deducciones fiscales, IVA reducido— ensombrecen el ritmo de adopción.

La columna de Miller recuerda que los coches no votan, ni mienten, ni militan. Son herramientas, y como tales deben juzgarse. Tesla no es una empresa intachable —ninguna lo es—, pero tampoco es una idea abstracta. Tiene una gama de eléctricos con más de 500 km de autonomía real, una red de carga fiable y una capacidad de producción en masa que otros fabricantes aún no alcanzan. Ignorar todo esto por una cuestión simbólica es una forma de autosabotaje.

Y más cuando lo simbólico cuesta caro. Como bien apunta Miller, pedirle a alguien que se deshaga de un coche eléctrico por razones políticas sin hablar del coste, la disponibilidad de alternativas o la infraestructura actual, es ignorar cómo se construye realmente el cambio. No desde la pureza, sino desde las decisiones imperfectas que van sumando.

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